A 125 años de la caída en combate del Titán de Bronce

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La voz del pueblo

 Maceo, al caer la noche

Eran las dos de la tarde. Las tres horas que quedaban de sol debían emplearse en reorganizar las fuerzas, establecer el hospital de sangre en sitio conveniente y preparar la nueva expedición, que no podía emprenderse sin precauciones y tanteos, pues la columna española, que estaba curando sus heridas y pronta a seguir la marcha de retirada, sabía de un modo indubitable que el número de los insurrectos era mayor del que ella se imaginó al acometer los primeros retenes de San Pedro. (…)

Foto: Obra de José Manuel Mesías

Pero el hombre altivo y fiero, el capitán batallador que no pesaba ya ninguna de estas razones, y por el contrario, solo sentía el fuego de la pasión y los ímpetus de la cólera, porque fue sorprendido por los españoles en un momento de descuido, el primero y el único en su larga carrera de soldado, y tenía ansias de desfogar sus iras contra todo aquel que se opusiera a sus designios, no estaba en disposición de dejar el palenque ensangrentado por ninguna razón y por ningún azar que le brindara la risueña fortuna, llamándole a otra parte. Su rostro era la expresión más acentuada del enojo y la bravura; su actitud, la del gladiador dominado por los arrebatos de la ira ¡era un Maceo en el paroxismo de la pasión bélica! Adquirió en un instante la hosca fisonomía de su hermano José, el tremendo mayor de la tribu peleadora que no contaba el número de cazadores ni reflexionaba sobre la enormidad del asalto.

Vimos en su faz las líneas y fosforescencias atávicas del hombre león, a quien nada detiene en sus impulsos destructores. Tenía inflamadas las venas del robusto cuello, contraída la boca, de la que brotaba un hilo de espuma, los ojos más penetrantes y luminosos, y con los dedos se arrancaba las pestañas, achaque de contrariedad en su temperamento que lo conducía a pasarse los dedos por el borde de los ojos, como si quisiera arrancarse los párpados, pero que en esta crisis final se los podaba realmente. Nunca lo habíamos visto tan soberbio y enconado. ¿Qué pasaba por aquel espíritu tempestuoso?

Aun conociendo íntimamente al hombre, como lo conocíamos nosotros, es difícil sentar un razonamiento claro sobre la serie de impresiones que lo agitaban e impelían. Si poco después, cinco minutos después, pasó por su espíritu la pálida visión de la muerte, cosa que tampoco podemos asegurar porque ninguna de sus últimas palabras lo revela, es, sin embargo, de suponerse que él dispuso el cuadro del modo más perfecto para que lo culminante del episodio quedara eternamente grabado en el corazón de sus fieles admiradores; y si la imagen de la muerte no cruzó por su alma terriblemente combatida, las circunstancias se agruparon y coincidieron a fin de que la página nefasta tuviera el carácter de una conclusión épica, como él la vislumbraba y él la predecía: de frente al enemigo, con el acero desnudo, cargado a fondo, evidente, arrogante, majestuoso y fatal. Y así sucumbió, con gallardía y ostentación; de cara a los adversarios, yéndoles encima con el imperio de su personalidad, sintiendo el golpe terrible, dándose cuenta de que estaba herido de muerte, y con el convencimiento de que la muerte esparcía más rayos en derredor de la catástrofe para que fuese más sensacional, más ruidosa y más sentida.

Nos hallamos a dos pasos del abismo; todo marcha precipitadamente, y con mayor precipitación se desenreda el nudo de este grandioso y tremendo drama, con la caída atronadora del héroe que, galopando hacia la gloria, erguido y amenazador, le cierra el paso la funesta adversidad. Solo faltan diez minutos. Bastaría, pues una sola pincelada para terminar el cuadro de la muerte; pero es preferible detenernos en cada uno de esos instantes del fatídico horario, que no llegó a marcar las tres de la tarde en aquel campo de desventura, trayéndonos la larga noche del dolor sin hundirse el astro del día.

En torno del General, cuando él se detuvo para examinar el tablero de la batalla, se hallaban 45 hombres, entre jefes, oficiales y soldados, entre su Estado Mayor y los individuos de los diferentes cuerpos que allí se reunieron. (…)

El combate, por parte de los cubanos, lo mantenían 30 o 40 hombres de los escuadrones de Sánchez Figueras. Es conveniente aclarar que el número de combatientes, al dar Maceo la primera embestida, no pasaba de 120, cifra que quedó reducida a la tercera parte por las bajas que ocasionó el enemigo, y debido a que los soldados ilesos tenían que acudir al socorro de los heridos. (...)

El brigadier Pedro Díaz y el coronel Ricardo Sartorio, discutieron dos minutos sobre la dirección que llevaban los españoles; el primero, los divisó por entre el palmar, y les hizo fuego con la tercerola. Los españoles contestaron con una descarga cerrada, que no causó mella. El General preguntó otra vez por el corneta: uno del grupo le contestó que en las fuerzas de Juan Delgado había un corneta, pero extranjero (francés), que no conocía los toques de la milicia cubana. ¡Que lo traigan! –dijo el General, y de pronto–: ¡ese enemigo se nos va!... ¡tiene miedo! ¡a la carga!

Se puso a la cabeza del escuadrón y esgrimiendo la hoja agresiva con aquel aire de capitán omnipotente, buscó él mismo la salida al redondel ensangrentado, por el paraje más abierto y oportuno. Tiró por la izquierda del cuartón para envolver la vanguardia de los españoles, y convertirla en retaguardia, al tomar la columna el camino de Punta Brava (…).

Las líneas españolas se divisaron entonces con perfecta claridad, a pesar del sol y el humo de los disparos. Los soldados estaban arrimados a la cerca de piedras, unos a pie, otros a caballo, algunos en disposición de montar. Al ver el grupo agresivo volvieron a la maniobra. Maceo dijo: ahí están ¡arriba!

Delante del General, pero a muy pocos pasos de él, iba el brigadier Pedro Díaz con 12 o 15 hombres. Al lado del General, el que ahora describe este cuadro, a la derecha de él, porque al franquear la cerca de piedras, la casualidad lo puso a la derecha del caudillo; y hacia el mismo lado la pequeña escolta de Juan Manuel Sánchez. En la faena de abrir más portillos, los restantes combatientes que seguían a Maceo quedaron atrás, pero a corta distancia: 20 o 30 varas.

El General, observando la apostura del comandante de la escolta, le dijo, tocándole con el machete en el hombro: ¡joven, hágame cargar a su gente! Y en seguida: ¡General Díaz, flanquee por la derecha! Una valla de alambres nos separaba de los soldados españoles: ¡Joven, –volvió a decirle a Sánchez– piquen la cerca! Y mientras este se desmotaba, y con él diez o 12 hombres más, cayéndole al parapeto de alambres, un aguacero de proyectiles no dejó terminar la faena.

El General acababa de decirnos, apoyando la mano en que sostenía la brida sobre nuestro brazo izquierdo: ¡Esto va bien! Al erguirse, una bala le cogió el rostro. Se mantuvo dos o tres segundos a caballo; vimos vacilar: ¡corran que el General se cae! –gritamos cinco o seis al mismo tiempo–. Soltó las bridas, se le desprendió el machete, y se desplomó.

Cayeron también 12 hombres de la escolta de Sánchez. Los españoles arreciaron el fuego para disolver el grupo, comprendiendo probablemente que allí ocurría algo muy grave e inesperado. Ya en el suelo el General y palpitando todavía, pues su corazón no dejo de latir hasta después de un minuto, fue socorrido por los que estaban más próximos a él en los momentos del derrumbe.

Juan Manuel Sánchez lo sentó, el médico Zertucha le examinó la herida (mortal), Alberto Nodarse y Francisco Gómez se unieron al grupo de la tripulación, un soldado de la escolta de Sánchez que estaba ileso, el ayudante Sauvanell, Ramón Ahumada, y algunos más de los que hacían fuego sobre los españoles, acudieron a los gritos de alarma. Sánchez, mientras sostenía el cuerpo del caudillo, trató de infundirle alientos de vida, con estas palabras que le salieron del fondo del corazón: ¿Qué es esto, General? ¡eso no es nada! ¡no se amilane! –El General abrió los ojos, y expiró.

Precisa decir algo más, de lo que nosotros vimos y apreciamos en los momentos de ser derribado del caballo por la brusca y certera descarga. (…) Nuestras voces pidiendo socorro para el General, que vacilaba a caballo, iban dirigidas al grupo delantero a fin de que retrocedieran con la mayor premura. No podemos asegurar si el brigadier Díaz los oyó, o no las entendió, porque el fragor de la acción era muy intenso y grande el desorden; pero los españoles oyeron las voces de alarma, y observaron los ademanes descompuestos, por cuanto afinaron otra vez la puntería, le pegaron el segundo balazo al General, tres a nuestra cabalgadura, uno a nosotros, cuatro al caballo de Maceo ya sin jinete, e hirieron mortalmente a Alfredo Jústiz mientras avisaba al grupo de vanguardia; y es de creer que en aquellos instantes, de suprema consternación, fueron heridos algunos oficiales más (…).

En esto atravesó el redondel Francisco Gómez: interrogó a sus compañeros desolados sobre la suerte del General o mejor dicho, sobre el resultado del rescate. ¿A dónde vas, muchacho? –preguntándole, viéndole tan resuelto, y alucinado por la victoria póstuma: ¡Yo voy a morir al lado del General! Y fue a inmolarse. Los guerrilleros le pegaron un tiro en un brazo, otro en el costado izquierdo, y lo remataron impía y atrozmente, sin sentirse avergonzados ante el sacrificio del heroico joven. Su muerte no la presenció ningún soldado de nuestra bandera, pero las horrendas heridas que le contamos después, atestiguaban, de un modo fehaciente y hasta gráfico, la clase de muerte que le dieron los desalmados, tal vez porque les incitó la figura extraña de un adolescente que deseaba morir al lado de un hombre, ya exánime y frío…

¡Si hubieran sabido a quién mataban! ¡y quien era el muerto que allí yacía! Los cinco guerrilleros de Cirujeda se entregaron al despojo de los cadáveres como buitres que llegan primero, oliendo el botín, a quienes ya no espantan los truenos de la batalla. El campo estaba en silencio (….)

Fragmentos del libro Crónicas de la Guerra.

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La Habana, Cuba
  • Última actualización: Lunes 17 Octubre 2022, 14:33:34.

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